Cómo proteger tu biblioteca (utilizando terroríficas maldiciones medievales)

En la Edad Media, el libro era un artículo de lujo, extraordinariamente valioso, en cuya creación se invertían meses o años de trabajo. Para protegerlos, los monjes idearon una curiosa fórmula. 

Miniatura de Jean Méliot (m.1472) trabajando en el scriptorium, en su obra "Los milagros de Nuestra Señora).

Antes de que Gutemberg revolucionara el mundo con su imprenta, los libros eran objetos extraordinariamente valiosos. Existían monasterios enteros dedicados a su creación. Se trataba de un proceso multidisciplinar en el que trabajaban distintos grupos de monjes, cada uno especializado en una fase concreta de la producción: la preparación del pergamino, la elaboración de las tintas, la encuadernación… Y, por supuesto los escribas que copiaban los textos y los maestros iluminadores, los artistas que creaban las imágenes que luego ilustraban los textos. 

Un escriba dedicaba a su arte la mayor parte del día. Debía haberse levantado antes del alba para aprovechar al máximo las horas de sol ,ya que las velas, por su peligrosidad, no estaban permitidas dentro del scriptorium (la zona de trabajo destinada a la escritura dentro del monasterio). Tenía que trabajar con extremo cuidado pues cualquier pequeño error podría arruinar todo el trabajo realizado previamente por los otros monjes.

Reyes y nobles solían encargar volúmenes concretos (los más famosos son los conocidos «libros de horas» de los que existen bellísimos ejemplos como el realizado para el duque de Berry) que tardaban meses o incluso años en realizarse y que eran, en sí mismos, bellísimas obras de arte. 

Como todo objeto de lujo, los libros eran muy deseados por los ladrones, que podían luego revenderlos a un elevado precio, en lo que podríamos llamar el «mercado negro» de la época. Por ello, los escribas pronto comenzaron a proteger el resultado de su arduo trabajo usando la única arma que poseían: sus palabras. Para ello, escribían amenazadoras maldiciones al principio o al final del libro (en el colofón). Esta práctica fue luego adoptada por los propietarios de los libros, en un intento de proteger su inversión. 

 

"El beso de Judas" Libro de horas del siglo XV. The National Library of Israel Collection.
Página de "Les Très Riches Heures du Duc de Berry", encargado por el duque al taller de los hermanos Limbourg hacia 1410, uno de los libros de horas más bellos que se conservan. El iluminador de esta imagen probablemente fue Barthélemy van Eyck.

Ni monjes ni propietarios escatimaban en deseos de truculentas calamidades para aquellos que se atrevieran a robar sus valiosos tesoros. Las amenazas iban desde la excomunión (que implicaba la condena eterna del alma), a terribles tormentos que implicaban una muerte dolorosa. Si robabas un libro debías atenerte a que podrías ser cortado en dos por la espada de un diablo, tus manos podían ser arrancadas y tus ojos extraídos de sus órbitas para, finalmente, arder en el fuego del infierno. 

La amenaza de excomunión era especialmente frecuente. Solía exponerse de manera sencilla, al comienzo del libro, en latín:

Si quis furetur, / Anathematis ense necetur. | Si este libro es robado, que la espada de la anatema (excomunión) sea ejecutada. 

Si el escriba quería poner más énfasis en el castigo de excomunión optaría por la fórmula:“anathema-maranatha“. «Maranatha» significa «El Señor viene» y es la transcripción de la palabra griega μαραναθα (maranatha), que a su vez proviene de la expresión de origen arameo mâran’athâ.

Por supuesto, la maldición podía ser tan dramática como la imaginación del escriba permitiera. Esta es especialmente truculenta: 

Si alguien se lleva este libro, que sea frito en una sartén; que la enfermedad y la fiebre caigan sobre él; que sea despedazado por una rueda y colgado. Amén.

Pero no llega a ser tan sofisticada como ésta otra: 

Para aquel que robe o pida prestado este libro a su propietario y no lo devuelva, que el libro se transforme en serpiente y lo desgarre; que sufra de parálisis y todos sus miembros sean quemados. Que languidezca en el dolor clamando en voz alta por misericordia, y que su agonía no cese hasta que cante en disolución. Deja que los ratones de biblioteca roan sus entrañas en señal del gusano que no muere, y cuando finalmente vaya a su castigo final, deja que las llamas del Infierno lo consuman para siempre.

Sin embargo, como no todos los escribas tenían la creatividad necesaria para crear estas maldiciones, la mayoría solían usar una simple fórmula. Esta es una de las más frecuentes, simple pero efectiva:

Quienquiera que robe o hurte este libro, o lo mutile, sea expulsado del cuerpo de la iglesia y tenido como una cosa maldita.

 

 

“Infierno”, Giotto. Capilla Scrovegni de Padua (XIV). Posiblemente los monjes se inspiraron en los tormentos del infamando para crear sus maldiciones más imaginativas.

Estas maldiciones medievales continuaron usándose, llegando incluso al Renacimiento. Hoy son un testigo curioso de las creencias de la época en que fueron creadas. Seguramente, su uso tenía valor como elemento disuasorio; al fin y al cabo, ¿quién querría arriesgarse a ser partido en dos por la espada de un demonio?

Seguramente el libro en cuestión no merecería tanto la pena… ¿o quizás sí?

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Espero que volvamos a vernos muy pronto para seguir desvelando juntos los secretos del arte.

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