Buscando la belleza
Hace 180.000 años un grupo de neandertales depositaron en un hueco en la tierra con sumo cuidado el cuerpo sin vida de un miembro de la tribu muy querido. Entonces, como ahora, la muerte era un hecho terrible para el que no tenían una explicación. Sólo comprendían la pena y el desconsuelo que irremediablemente la acompañaban. Sin embargo en esta ocasión algo cambió para siempre: mientras el resto de la tribu se despedía en silencio, en aquellos minutos de angustia uno de los miembros se acercó a unos matorrales y arrancó unas hermosas flores. Con ellas en las manos volvió junto al enterramiento, se arrodilló y las dejó caer sobre el compañero que se iba.
Es imposible hoy en día determinar con precisión cuál fue la finalidad de este sencillo gesto aunque sí podemos valorar sus implicaciones. Muy probablemente los neandertales intuyeran un camino más allá de la muerte. Pero también, y muy especialmente, casi con total certeza, eran capaces de apreciar la rara y delicada belleza de las flores. ¿Por qué no aliviar con ella la soledad del difunto? O incluso, ¿por qué no mitigar nuestro propio dolor con la belleza?
Si bien el homo neanderthalensis fue capaz de valorar la belleza, el homo sapiens-sapiens fue un paso más allá. Hace aproximadamente 35.000 años nuestros antepasados comenzaron a crear imágenes y a cubrir con ellas las paredes de las cuevas en las que se refugiaban. Estas primeras pinturas probablemente tenían connotaciones mágicas y suponían un intento de control sobre las fuerzas incomprensibles que guiaban un mundo hostil en el que cada día suponía una lucha continua por la supervivencia; pero no obstante supuso toda una revolución ya que el ser humano descubrió que podía crear belleza: había nacido el arte.
Durante los miles de años que han guiado nuestra historia, el ser humano ha necesitado la belleza; ha iniciado guerras y ha construido templos en su honor, la ha perseguido, se ha aferrado a ella e incluso ha aprendido a utilizarla en su provecho. Y, durante todo este tiempo, ha formado parte de todas las facetas de su vida. Incluso de aquellas en las que hoy en día ya no está presente, al menos de una forma muy evidente, como la ciencia.
En nuestro mundo actual, bien inmersos en el siglo XXI, tendemos a pensar en el arte y la ciencia como materias separadas sin ninguna relación directa. El arte está en los museos mientras que la ciencia reside en los laboratorios de investigación. Esta visión simplista de ambos conceptos está firmemente arraigada en nuestra forma de interpretar ambas materias. Sin embargo esto no siempre ha sido así en absoluto; de hecho esta brusca separación es muy reciente y no existía hasta el siglo XIX.
La ciencia es tan antigua como el arte y responde también a necesidades vitales del ser humano como el desarrollo de su inteligencia y su instinto de progreso. A lo largo de toda su historia, ambos han caminado de la mano, mezclándose el uno con la otra, de forma que sus límites se han desvanecido en numerosas ocasiones e, incluso, como comprobaremos más adelante, ni siquiera han existido
Adentrémonos en un tiempo en que el arte formaba una parte intrínseca de la belleza de la ciencia.
Contando las estrellas
Hoy en día ningún astrofísico se plantearía si los instrumentos que utiliza en su trabajo son o no una obra de arte, simplemente espera que sean lo más eficaces posible para el progreso de sus investigaciones. Pero si pudiéramos remontarnos en el tiempo hasta algún momento en el siglo XIII nos encontraríamos con una realidad muy diferente. Los instrumentos astronómicos no sólo debían ser lo más concisos, precisos y exactos que la tecnología del momento permitiera, sino que también, y no en menor medida, debían ser hermosos.
El motivo era muy simple: no existía ninguna diferencia entre arte y ciencia. Los instrumentos para el estudio del cielo eran absolutamente imprescindibles para muchos aspectos de la vida: eran utilizados por los navegantes para orientar sus naves en la noche, por los comerciantes que dirigían interminables caravanas a través de la Ruta de la Seda y por los astró- nomos y astrólogos que cada noche alzaban su vista al cielo con el inocente objetivo de llegar a descifrar sus secretos. Eran, por lo tanto, objetos valiosísimos y muy apreciados y los maestros que los realizaban gozaban de gran prestigio. Ninguno de estos maestros habría ni siquiera barajado la idea de realizar un instrumento que no fuera estéticamente bello, sus creaciones debían ser tan hermosas como el propósito mismo para el que fueron concebidas: conocer el universo y sus estrellas.
Este texto es un extracto de un artículo publicado en la revista ACTA de la Asociación de Autores Científico-Técnicos y Académicos. Puedes leer y descargar el artículo completo de manera gratuita haciendo clic en el enlace.